Hoy en día disponemos en el baño de un sinfín de productos de belleza que cuidan nuestra piel y que aseguran el buen olor de nuestro cuerpo. Uno de estos imprescindibles es el desodorante, del que tenemos en la actualidad una gran variedad de formatos y olores que se adaptan a nuestros gustos y necesidades. Pero no siempre ha sido tan fácil, aquí te proponemos un breve viaje por la historia del desodorante.
Como siempre, los egipcios ya estaban ahí…
Hasta entonces, el dúo de limpieza importado de Oriente estaba formado por baños de manera más o menos frecuentes y el uso de desodorantes, que eran básicamente unos perfumes que solo servían para enmascarar el olor con otro más potente y cuyo efecto era muy pasajero. Las clases altas europeas de la Alta Edad Media consumían perfumes, se lavaban, e incluso arreglaban sus cabellos en locales especiales, aprovechando sus posibilidades económicas para el cuidado personal y la belleza.
Higiene en seco
Si las costumbres higiénicas y el aseo personal habían desembarcado en Europa gracias a las influencias y enseñanzas médicas orientales, cuando éstas se perdieron, el rastro de los desodorantes y los baños se borró del continente europeo. Durante la Edad Moderna, en concreto en el siglo XVI, los médicos creían que el agua caliente debilitaba los órganos y dejaba el cuerpo expuesto a la influencia de los aires malsanos, que penetraban a través de los poros de la piel. Por eso, se difundió la idea de que el aseo personal tenía que realizarse en seco, frotando una toalla limpia por el cuerpo, aunque con muy poca frecuencia, ya que, en teoría, una capa de suciedad era la mejor protección frente al ataque de las enfermedades.
Afortunadamente, los avances científicos del siglo XIX trajeron un poco de luz a los conocimientos sobre el aseo personal. Se descubrió la existencia de las glándulas sudoríparas como las responsables de la producción del sudor y que su mal olor procede principalmente de bacterias que abundan en las secreciones de las glándulas apocrinas situadas en las axilas.
Bañarse no es malo para la salud
A estos descubrimientos, hay que sumar la aportación fundamental del médico Ignacio Semmelweis que en 1847, a través de su investigación sobre el origen infeccioso de la fiebre puerperal después del parto, comprobó que las medidas de higiene reducían la mortalidad. A partir de entonces, no hubo duda: bañarse no podía ser perjudicial para la salud.
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